jueves, 26 de febrero de 2015

Los Tahures


Eran fulleros empedernidos, guapos y hasta matones, en fin hombres de alma atravesada, quienes para satisfacer su insaciable sed de dinero recurrían a los medios menos recomendables pues parece que hubieran hecho votos de no trabajar, de no darle un solo golpe a la tierra como usualmente se dice.

Los juegos de cartas y de dados les daban lo necesario para su sencilla y casi miserable subsistencia, ya que escasamente comían y, según decires, carecían hasta de segunda muda.

Como el juego de dados estaba prohibido y era perseguido por las autoridades policiales, a él recurrían con mayor frecuencia. En cualquier parte, en recinto cerrado ó en despoblado, se extendían le felpuda ruana ó el delgado poncho, testigos mudos y cómplices de tantas aventuras. Alrededor de estos altares se reunían los jugadores y los mirones para iniciar el rito sagrado de los huesos de Santa Apolonia, nombre puesto por los tahuares al juego de dados en honor celestial a su patrona.

Comenzando el juego, todas las miradas quedaban fijas en los caprichosos vaivenes de los diminutos artefactos; las paradas era interrumpidas con frecuencia por breves discusiones acompañadas de reniegos y de blasfemias contra Cristo y su Santa Madre. Para calmar los ánimos ó quizá para exacerbarlos más, la cantimplora con tepetusa ó aguardiente de caña gorobeta pasaba de mano en mano hasta que por los resecos gaznates resbalaba la última gota gota de licor producido de contrabando en los alambiques caseros.

El juego continuaba y las apuestas se incrementaban cada vez más. El garitero, juez inapelable, estaba siempre atento para sacar la ineludible garita, especie de impuesto que por ser juego clandestino no iba a las arcas oficiales sino a su bolsillo y por fallar en las paradas dudosas. Por eso se acuñó el refrán: “Sentencia de garitero, apelación a los infiernos”.

Aún así, al menor intento de fraude salían a relucir las barberas, los cuchillos, los machetes y las armas de fuego. Y aquí era el llanto y el crujir de dientes; después de la trifulca, un saldo en rojo de heridos y hasta uno que otro difundo.

Ante la presencia de la policía, a veces los atisbas ó vigilantes tenían tiempo de dar la voz de alerta. Entonces era el correr ó el tragarse los cuerpos del delito ó el fingirse inocentes jugadores de cartas; de manera que cuando los agentes del orden llegaban, no encontraban sino a unos cuantos inocentes muchachos entretenidos con el juego de póker ó la treinta y una. Pero otras veces, al menor descuido de los vigías, manos oficiales se apoderaban de la ruana, los dados, el dinero y hasta de dos ó tres mirones, pues los jugadores ponían pies en polvorosa.

Y así fueron los tahúres de Segovia; astutos, pendencieros, holgazanes, aventureros, también de cuyas artimañas no se escapaban honrados y laboriosos mineros. La crónica familiar cuenta que no pocas veces, después del pago en la empresa, el abuelo llegó con los tabacos envueltos en un pañuelo porque hasta el carriel se lo habían ganado.



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