Eran fulleros empedernidos, guapos y
hasta matones, en fin hombres de alma atravesada, quienes para satisfacer su
insaciable sed de dinero recurrían a los medios menos recomendables pues parece
que hubieran hecho votos de no trabajar, de no darle un solo golpe a la tierra
como usualmente se dice.
Los juegos de cartas y de dados les
daban lo necesario para su sencilla y casi miserable subsistencia, ya que
escasamente comían y, según decires, carecían hasta de segunda muda.
Como el juego de dados estaba prohibido
y era perseguido por las autoridades policiales, a él recurrían con mayor
frecuencia. En cualquier parte, en recinto cerrado ó en despoblado, se
extendían le felpuda ruana ó el delgado poncho, testigos mudos y cómplices de
tantas aventuras. Alrededor de estos altares se reunían los jugadores y los
mirones para iniciar el rito sagrado de los huesos de Santa Apolonia, nombre
puesto por los tahuares al juego de dados en honor celestial a su patrona.
Comenzando el juego, todas las miradas
quedaban fijas en los caprichosos vaivenes de los diminutos artefactos; las
paradas era interrumpidas con frecuencia por breves discusiones acompañadas de
reniegos y de blasfemias contra Cristo y su Santa Madre. Para calmar los ánimos
ó quizá para exacerbarlos más, la cantimplora con tepetusa ó aguardiente de
caña gorobeta pasaba de mano en mano hasta que por los resecos gaznates
resbalaba la última gota gota de licor producido de contrabando en los
alambiques caseros.
El juego continuaba y las apuestas se
incrementaban cada vez más. El garitero, juez inapelable, estaba siempre atento
para sacar la ineludible garita, especie de impuesto que por ser juego clandestino
no iba a las arcas oficiales sino a su bolsillo y por fallar en las paradas
dudosas. Por eso se acuñó el refrán: “Sentencia de garitero, apelación a los
infiernos”.
Aún así, al menor intento de fraude
salían a relucir las barberas, los cuchillos, los machetes y las armas de
fuego. Y aquí era el llanto y el crujir de dientes; después de la trifulca, un
saldo en rojo de heridos y hasta uno que otro difundo.
Ante la presencia de la policía, a veces
los atisbas ó vigilantes tenían tiempo de dar la voz de alerta. Entonces era el
correr ó el tragarse los cuerpos del delito ó el fingirse inocentes jugadores
de cartas; de manera que cuando los agentes del orden llegaban, no encontraban
sino a unos cuantos inocentes muchachos entretenidos con el juego de póker ó la
treinta y una. Pero otras veces, al menor descuido de los vigías, manos
oficiales se apoderaban de la ruana, los dados, el dinero y hasta de dos ó tres
mirones, pues los jugadores ponían pies en polvorosa.
Y así fueron los tahúres de Segovia;
astutos, pendencieros, holgazanes, aventureros, también de cuyas artimañas no
se escapaban honrados y laboriosos mineros. La crónica familiar cuenta que no
pocas veces, después del pago en la empresa, el abuelo llegó con los tabacos
envueltos en un pañuelo porque hasta el carriel se lo habían ganado.
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